El escritor argentino Alberto Manguel fue anunciado en mayo como ganador del prestigioso Premio Formentor a las Letras 2017, que recibirá el mes próximo en España. No es el primer reconocimiento que Manguel obtiene en su carrera —la extensa lista incluye una beca Guggenheim, el Premio Médicis de Ensayo y el Premio Roger Caillois—, pero tal vez sea uno de los más estimulantes para él: entre otros argumentos, el jurado consideró que el conjunto de su obra constituye «una de las más lúcidas indagaciones en la historia orgánica de la biblioteca universal», y que ese aporte será importante para la recuperación del respeto «que el libro merece como artefacto inteligente: su uso cotidiano perfecciona las habilidades cognitivas y contribuye a la plenitud de una sociedad cultivada».
Pero, aunque parezca, el ensayista, narrador, crítico y traductor no limita sus reflexiones al universo literario. Este es, sobre todo, el disparador que origina sus búsquedas. Políglota y apasionado por los libros desde la infancia, cada una de sus «lúcidas indagaciones» sobre la letra impresa acaba reflejando, de uno u otro modo, la propia condición que le da origen: si la lectura es «la más humana de las actividades creativas» según él mismo ha dicho, el acto de escribir sobre ella, o de escribir a secas, es el camino más corto para tratar de entender un poco mejor a nuestra especie. «Somos criaturas lectoras, estamos hechos de palabras, sabemos que las palabras son nuestro medio de estar en el mundo, y es a través de las palabras que identificamos nuestra realidad y a través de ellas que nos identificamos a nosotros mismos», dice Manguel.
Erudito cómplice
Si la intención es reconocernos a través de las palabras, habría que empezar diciendo que el autor argentino es principalmente un ensayista. Sin duda más intuitivo que académico (en alguna oportunidad confesó haber abandonado sus estudios universitarios por encontrarlos «aburridos»), acaso más curioso que metódico, pero ensayista al fin. Con el acto de leer críticamente como estandarte y con algunas debilidades que no teme revelar, porque así se convierten en fortalezas: «Debido a mi falta de formación universitaria, mis hábitos lectores son menos rigurosos que los de los académicos y al proporcionar una fuente suelo omitir la página en la que se encuentra la cita original. Espero que el lector perdone mi falta, que no se debe tanto al descuido como al entusiasmo aficionado», suele advertir.
De allí en adelante, el actual director de la Biblioteca Nacional de Argentina se presenta como un erudito cómplice, que comparte su sabiduría con tanto regocijo como falta de presuntuosidad. La necesaria abundancia de citas se compensa con la ligereza del ritmo y el tono de su escritura que, sin quitarle rigor ni profundidad analítica en el desarrollo de un tema, le aporta en cambio una vivacidad inusual para el género. En ocasiones, hasta se tiene la sensación de estar sumergido en una atrapante novela en lugar de un ensayo. Quizás sin proponérselo del todo, lo que consigue de esa forma es despertar sutilmente en el público la misma pasión lectora que lo atraviesa: cada libro suyo deviene siempre puente hacia una de las incontables alas de la mentada «biblioteca universal».
En buena medida, Manguel ejerce el rol del crítico según lo ha entendido su compatriota Noé Jitrik. Contra la imagen habitual de aquella persona dedicada a diseccionar textos, cuadros o partituras sin que nada jamás logre colmar sus expectativas (por lo cual tampoco podrá recomendárselo al público), Jitrik considera que la función de la crítica es compartir con los demás el placer o los conocimientos obtenidos a partir de una cierta obra de arte. Eso es lo que Manguel intenta y lo que mejor le sale, aunque tampoco significa que todo le agrade o que sea indulgente cuando lo considera inadecuado: no por nada llamó «pornógrafo inmundo» a Bret Easton Ellis y subrayó que «tiraría a la basura» su obra más conocida, el best seller American Psycho.
Y pese a valorar positivamente la digitalización de textos, como mecanismo de accesibilidad y conservación de materiales impresos, también ha declarado su escepticismo sobre los nuevos hábitos de lectura electrónica: «En un momento en que los valores que nuestra sociedad plantea como deseables son la velocidad y la brevedad, el proceso lento, intenso y reflexivo de la lectura —física, no está de más aclararlo— parece ineficiente y anticuado», lamenta. Por cada idea, dice el autor, esta esforzada práctica nos ofrece incontables posibilidades de asociación y profundización; el relampagueo frenético de notificaciones y ventanas del universo digital, en cambio, nos tienta con centenares de distracciones para abandonar cualquier idea antes incluso de haberla comprendido por completo.
Leer para vivir
«Tal vez podría vivir sin escribir. No creo que pudiera vivir sin leer», dice Manguel, quien se considera lector por encima de cualquier otra actividad. Y completa: «La lectura —descubrí— precede a la escritura. Una sociedad puede existir sin escribir, pero ninguna sin leer». En su opinión, el poder de quien lee determina que «la biografía de un libro» no sea «la biografía de su autor», mientras que «un libro y sus lectores son espejos que se reflejan de forma interminable»: toda lectura es hija y madre de otras incontables lecturas y lectores, sobre las páginas o en las calles. Una infinita cadena de ADN cultural en que cada eslabón superpone sus propias mentiras, verdades, pasiones, locuras, obsesiones, curiosidades y deseos a los anteriores. De todo esto habla Manguel cuando habla de leer, apartándose de los lugares comunes y deteniéndose maravillado ante sucesos o elementos en apariencia insignificantes, que pronto revelan su oculto valor.
A raíz de ello, en sus ensayos (presentados con frecuencia bajo la forma de mosaicos cuyas piezas pueden enlazarse según la voluntad lectora de turno, sin sufrir la tiranía del índice correlativo) el camino resulta más tentador o sugerente que el posible destino, si es que existe alguno. Porque así como el ser humano persigue desde hace siglos el sentido de su vida, sin encontrar más que nuevas interrogantes cada vez que parece acercarse a la clave definitiva, Manguel ha experimentado una sensación semejante con sus textos: «Comencé este libro pensando que iba a escribir sobre nuestras emociones y la manera como afectan (o se ven afectadas por) la lectura que hacemos de las obras de arte. He terminado lejos, muy lejos, de ese objetivo imaginado. Pero, en fin, como dijo tan apropiadamente Laurence Sterne, “Creo que hay cierta fatalidad en esto: rara vez llego al lugar hacia el cual parto”», reconoce.
Por supuesto, un trayecto que contempla la posibilidad de comenzar leyendo Pinocho para acabar teorizando sobre políticas educativas y extremismos, no puede resultar sencillo ni libre de desviaciones. En este sentido, por momentos la obra del escritor argentino refleja otras empresas aparentemente desmesuradas e infructuosas como la búsqueda de la Atlántida o de El Dorado, que sin embargo condujeron al hallazgo de muchos otros lugares maravillosos, e incluso a inventarlos si no existían. De allí surge su Guía de lugares imaginarios, escrita junto con el italiano Gianni Guadalupi, en la cual se observa que es «siguiendo las geografías imaginarias que construimos nuestro mundo».
Si para la raza humana todo alberga un código o sentido susceptible de ser leído —la propia escritura, los mapas reales o no, la borra del café, el vuelo de ciertas aves migratorias, el clima—, y si toda lectura es traducción de otras a partir de la propia experiencia, Manguel cede gustoso a la tentación de rastrear las ligaduras que enlazan ese copioso material aparentemente disperso. «La imagen de una obra de arte existe entre percepciones: entre lo que el pintor ha imaginado y lo que ha puesto en la tela; entre lo que nosotros podemos nombrar y lo que los coetáneos del pintor podían nombrar; entre lo que recordamos y lo que aprendemos; entre el vocabulario adquirido y común de un ámbito social y un vocabulario más profundo de símbolos ancestrales y privados», razona.
Narrador con altibajos
A medio andar «entre la obra concebida y la obra concluida», en ese terreno perturbador donde al creador lo acosa «el sentimiento de no haber logrado nada», se desarrolla también la narrativa de Manguel. Una parte de su labor creativa en que son más evidentes las deudas y los altibajos es el resultado final, aunque su debut en ese ámbito —Noticias del extranjero— haya obtenido en Inglaterra el premio a la mejor primera novela de 1991. Como en un juego de espejos en que siempre el original parece ser el ensayo, mientras que la ficción acaba reducida a reflejo algo desmejorado, sus contadas incursiones novelísticas remiten asimismo a su pasión lectora y a sus investigaciones sobre ese tema. Y de igual forma que aquellas, como consecuencia lógica, aluden a una nutrida serie de inquietudes y preocupaciones humanas.
Como él mismo, sus personajes ficticios suelen ser lectores —de letras o de imágenes, atentos al fragmento imprescindible para componer el todo— y sus existencias literarias caminan sobre una estructura narrativa que se finge ensayo o investigación periodística. «Sabemos por su diario que [Anatole] Vasanpeine desplegaba con ternura sobre su cama las imágenes reveladas y que, desnudo bajo las sábanas, permitía que sus ojos las recorrieran, una y otra vez, incesantemente, al borde de una liberación que no se permitía alcanzar, ya que la acumulación de excitantes minucias corporales le creaba una tensión sin resolver que no llegaba nunca a consumarse», miente nuestro escritor sobre una de sus criaturas, como si hubiese sido un ser de carne y hueso con un diario tan íntimo como cierta obsesión que lo aqueja.
Las ocasionales citas falsas de autores reales, o viceversa, hacen su parte para concretar el golpe de efecto: ese escenario llamado realidad luce más tangible dentro de una ficción que presume de ser lo contrario. O al menos eso elige creer Manguel, como su admirado Jorge Luis Borges. Sin embargo las dudas, los retrocesos y los hallazgos ocasionales que guían sus pasos como ensayista, tropiezan en la ficción cuando el autor ‘debe’ saber o no puede permitirse ciertas inseguridades. «Yo le digo que cuando [Alejandro] Bevilacqua decía no ser escritor, tenía razón. Carecía de ese impulso de invención que la escritura de ficción exige, esa falta de respeto ante lo que es y la ansiedad ante lo que podría ser. No imaginaba: veía y documentaba, que no es lo mismo», relata el Manguel personaje sobre el protagonista de una novela escrita por el Manguel autor, como si hablara de este último.
Exagerada y por momentos injusta, otra de sus creaciones describe a su alter ego en esas páginas como «un imbécil» para quien «nada es cierto a menos que lo vea escrito en un libro»: «La insinuación más minúscula, el detalle más casual, le lanzan en pos de cualquier disparate», argumenta, tajante. Esas persecuciones en apariencia insensatas son las que impulsan el latido de su literatura; algo que tampoco lo convence demasiado. «Escribir es una forma de amenaza con lo que no se pronuncia en voz alta, con la sombra de las letras atormentándonos entre las líneas», concluye. Quizás por eso Manguel es, antes y después de todo, un hombre que prefiere caminar a la luz de lo que lee.
Notas
Los diversos fragmentos citados entre comillas provienen de las siguientes obras de Alberto Manguel: Una historia de la lectura, Guía de lugares imaginarios, Leyendo imágenes. Una historia privada del arte, El legado de Homero, Lecturas sobre la lectura, El viajero, la torre y la larva. El lector como metáfora, El amante extremadamente puntilloso y Todos los hombres son mentirosos.
Además, se emplearon como referencia varios textos breves y artículos de su autoría: Cómo Pinocho aprendió a leer, Pasión por la verdad, La violencia, Shakespeare y Cervantes, La lectura como acto fundador, La biblioteca de Mnemosina, El lector y su doble. Elogio de lo imposible, Primero, matemos a todos los abogados, Discurso inaugural de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires 2016 y Don Quijote, autor de Cervantes.